En algún lugar de su obra del que no quiero o no puedo acordarme, Cortázar cuenta que, durante una entera velada nocturna, escuchó intrigado –pero sin pestañear ni preguntar, por pudor a quedar en orsai culturoso– cómo alguien hablaba largamente de la originalidad, del talento, de la inventiva de una tal Sara, de quien nunca daba el apellido porque suponía que todos la deberían conocer. Julio y el resto terminaron entendiendo –tarde y mal, como siempre– que la Sara tan mentada no era otra/o que Tzara, Tristán Tzara, el dadaísta genial, que sin duda se hubiera divertido mucho con la situación...
Supongo que lo mismo le pasaría al tremendo E.M. Cioran –que jamás perdió el humor– si le hubiera tocado asistir al equívoco fonético del que he sido testigo en alguna ocasión memorable. Es cierto. A Cioran nada de lo humano (y lo rumano) le era ajeno, parafraseando al admirado Oberman de Senancuor. Ambas condiciones que trajo puestas de salida resultaron a la larga inseparables, aunque más no fuera para negarlas, o para definirlas desde la negación, su gesto primordial: Cioran es el que no se come una, el que no compra nada, ni la patria, ni la Historia; ni el “nosotros”, ni la ciencia. Cree en la Caída sin religión: la caída en la Historia. Cree en que hubo un Error irreparable en el principio, y que ya está. Es por eso el saludable defensor del derecho absoluto a decir que no a ningún sentido externo. Y a construir (sólo y lo que se pueda y quiera) desde ahí.
Viene al caso recordarlo porque en estos días, el viernes 8, se van a cumplir cien años del nacimiento de Emile Michel Cioran en la aldea rumana de Rasinari, en tiempos en que esa tierra pertenecía al Imperio Austro–Húngaro. Hijo de un sacerdote ortodoxo, estudió filosofía en Bucarest, publicó su primer libro, En las cumbres de la desesperación –en el cual ya estaba todo– a los 23 años, y en 1937 se fue a Francia con una beca y siguió escribiendo en rumano y publicando en su país. A fines de los años ’40 adopta la lengua francesa en su escritura y con Précis de décomposition (Breviario de podredumbre, según la desmesurada traducción castellana), de 1949, comienza a ser conocido en Occidente. Tenía ya 38 años y no vendió ni esos mil ejemplares, pero la crítica lo reconoce. Con los años vendrán los otros libros, la adopción del aforismo y de la segmentación como instrumento directo e inmediato para fijar sus intuiciones: Silogismos de amargura, Desgarradura, La tentación de existir, Del inconveniente de haber nacido, La caída en el tiempo, etcétera. Con ellos, la paulatina, inesperada celebridad, los lectores universales. Orgulloso de su privacidad y de su derecho al ocio, vivirá siempre modestamente, primero en hoteles y después en su departamento de un sexto piso con vista al Barrio Latino. Rechazará premios y sobrevivirá a la propia fama. E.M. Cioran murió en París –tenía Alzheimer– en 1995.
Incómodo, maravilloso personaje en todo sentido, este Cioran. Siempre vale la pena: es necesario volver para pelearse (con él o con uno), para desvelarse (como él), para darle una razón que no “sirve” –sólo aparentemente– para nada. La lucidez de Cioran –incluso en el sarcasmo– no es soberbia, ni patética. El jode, patea el tablero: no predica, ni propone. Si se lo pega a los existencialistas canónicos de la metrópoli de posguerra (Sartre y Camus, digamos), Cioran desentona para bien. Se toma menos en serio; su escepticismo es menos racionalista que sentimental. Como los otros rumanos coetáneos “europeos” del tácito equipo de exiliados, los más etiquetables Ionesco y Eliade, Cioran hace pie en París y con él trae una melodía diferente, una tonada primitiva y romántica en su desmesura.
No resulta casual entonces que –como dijo en varios reportajes y recordaba hace un tiempo Eduardo Febbro en una hermosa nota de Radar– a Cioran le gustara el tango. Le gustaba nuestra música apasionada y melanco, del mismo modo que disfrutó siempre de las melodías gitanas magyares, hechas a golpes de sentimiento.
Cuenta Febbro que una vez, estando con Cioran en su casa, le tradujo la letra de un tango que disfrutaba sin entender las palabras. Era “Naranjo en flor”: “Primero hay que saber sufrir / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento”. Admirado en esos versos de Homero Expósito, el viejo escéptico, el rumano universal, supo y dijo que encontraba la encarnación misma de su filosofía.
Lo dicho: conviene volver cada tanto a Cioran, abrirlo en cualquier lado y –sobre todo– abrirse uno a lo que venga. Sobre todo cuando los ruidos de la Historia, o el tumulto de sus habituales sucedáneos berretas, no nos dejan escuchar esas verdades que suele revelarnos el insomnio tan temido.
Por Juan Sasturain, página 12
Supongo que lo mismo le pasaría al tremendo E.M. Cioran –que jamás perdió el humor– si le hubiera tocado asistir al equívoco fonético del que he sido testigo en alguna ocasión memorable. Es cierto. A Cioran nada de lo humano (y lo rumano) le era ajeno, parafraseando al admirado Oberman de Senancuor. Ambas condiciones que trajo puestas de salida resultaron a la larga inseparables, aunque más no fuera para negarlas, o para definirlas desde la negación, su gesto primordial: Cioran es el que no se come una, el que no compra nada, ni la patria, ni la Historia; ni el “nosotros”, ni la ciencia. Cree en la Caída sin religión: la caída en la Historia. Cree en que hubo un Error irreparable en el principio, y que ya está. Es por eso el saludable defensor del derecho absoluto a decir que no a ningún sentido externo. Y a construir (sólo y lo que se pueda y quiera) desde ahí.
Viene al caso recordarlo porque en estos días, el viernes 8, se van a cumplir cien años del nacimiento de Emile Michel Cioran en la aldea rumana de Rasinari, en tiempos en que esa tierra pertenecía al Imperio Austro–Húngaro. Hijo de un sacerdote ortodoxo, estudió filosofía en Bucarest, publicó su primer libro, En las cumbres de la desesperación –en el cual ya estaba todo– a los 23 años, y en 1937 se fue a Francia con una beca y siguió escribiendo en rumano y publicando en su país. A fines de los años ’40 adopta la lengua francesa en su escritura y con Précis de décomposition (Breviario de podredumbre, según la desmesurada traducción castellana), de 1949, comienza a ser conocido en Occidente. Tenía ya 38 años y no vendió ni esos mil ejemplares, pero la crítica lo reconoce. Con los años vendrán los otros libros, la adopción del aforismo y de la segmentación como instrumento directo e inmediato para fijar sus intuiciones: Silogismos de amargura, Desgarradura, La tentación de existir, Del inconveniente de haber nacido, La caída en el tiempo, etcétera. Con ellos, la paulatina, inesperada celebridad, los lectores universales. Orgulloso de su privacidad y de su derecho al ocio, vivirá siempre modestamente, primero en hoteles y después en su departamento de un sexto piso con vista al Barrio Latino. Rechazará premios y sobrevivirá a la propia fama. E.M. Cioran murió en París –tenía Alzheimer– en 1995.
Incómodo, maravilloso personaje en todo sentido, este Cioran. Siempre vale la pena: es necesario volver para pelearse (con él o con uno), para desvelarse (como él), para darle una razón que no “sirve” –sólo aparentemente– para nada. La lucidez de Cioran –incluso en el sarcasmo– no es soberbia, ni patética. El jode, patea el tablero: no predica, ni propone. Si se lo pega a los existencialistas canónicos de la metrópoli de posguerra (Sartre y Camus, digamos), Cioran desentona para bien. Se toma menos en serio; su escepticismo es menos racionalista que sentimental. Como los otros rumanos coetáneos “europeos” del tácito equipo de exiliados, los más etiquetables Ionesco y Eliade, Cioran hace pie en París y con él trae una melodía diferente, una tonada primitiva y romántica en su desmesura.
No resulta casual entonces que –como dijo en varios reportajes y recordaba hace un tiempo Eduardo Febbro en una hermosa nota de Radar– a Cioran le gustara el tango. Le gustaba nuestra música apasionada y melanco, del mismo modo que disfrutó siempre de las melodías gitanas magyares, hechas a golpes de sentimiento.
Cuenta Febbro que una vez, estando con Cioran en su casa, le tradujo la letra de un tango que disfrutaba sin entender las palabras. Era “Naranjo en flor”: “Primero hay que saber sufrir / después amar, después partir / y al fin andar sin pensamiento”. Admirado en esos versos de Homero Expósito, el viejo escéptico, el rumano universal, supo y dijo que encontraba la encarnación misma de su filosofía.
Lo dicho: conviene volver cada tanto a Cioran, abrirlo en cualquier lado y –sobre todo– abrirse uno a lo que venga. Sobre todo cuando los ruidos de la Historia, o el tumulto de sus habituales sucedáneos berretas, no nos dejan escuchar esas verdades que suele revelarnos el insomnio tan temido.
Por Juan Sasturain, página 12
"Lentamente emprendí el camino hacia mi casa, me levanté el cuello del gabán y apoyé el bastón en el suelo mojado. Aun cuando quisiera recorrer el camino muy despacio, pronto me hallaría sentado otra vez en mi sotabanco, en mi pequeña ficción de hogar, que no era de mi gusto, pero de la cual no podía prescindir, pues para mí había pasado ya el tiempo en que pudiera andar ambulando al aire libre toda una madrugada lluviosa de invierno. Ea, ¡en el nombre de Dios! Yo no quería estropearme el buen humor de la noche, ni con la lluvia, ni con la gota, ni con la araucaria; y aunque no podía contar con una orquesta de cámara y aunque no pudiera encontrarse un amigo solitario con un violín, aquella linda melodía seguía, sin embargo, en mi interior, y yo mismo podía tarareármela con toda claridad cantándola por lo bajo en rítmicas inspiraciones. No, también se las podía uno arreglar sin música de salón y sin el amigo, y era ridículo consumirse en impotentes afanes sociales. Soledad era independencia, yo me la había deseado y la había conseguido al cabo de largos años. Era fría, es cierto, pero también era tranquila, maravillosamente tranquila y grande, como el tranquilo espacio frío en que se mueven las estrellas."
En 1976, cuando los militares irrumpen el Gobierno, las inscripciones a muchas carreras universitarias fueron cerradas, permitiendo el cursado y la finalización de los estudios sólo a aquellos que habían comenzado previamente al Golpe. Antropología es una de las carreras de la Universidad Nacional de Rosario que, durante la dictadura, tuvo sus puertas obstruidas. En consecuencia de esto, muchos estudiantes retrasaron sus estudios y postergaron la finalización del cursado para que no se cierre la carrera definitivamente.
En 1984, con la vuelta de la democracia, se reabre la inscripción, se reprograma el plan de estudio y los alumnos que habían permanecido cursando les hacen una fiesta de bienvenida a los ingresantes de Antropología, celebrando la reapertura de las inscripciones. “Había estudiantes que atrasaban el cursado, se quedaban para aguantar porque si se recibían cerraban la carrera, esos mismos estudiantes establecieron como rito los festejos por la reapertura”, comenta Bárbara Molina, estudiante organizadora del rito en dos oportunidades. Las ceremonias continuaron realizándose hasta la actualidad y hoy se la conoce como “Rito de Iniciación”, apuntada siempre a los nuevos estudiantes.
El rito se realiza todos los años, organizado por los alumnos de segundo año, encargados de agasajar a los estudiantes de primero. La fiesta se efectúa en el centro del patio de la Facultad de Humanidades y se preparan diversos rituales y dramatizaciones para mantener viva la memoria de aquellos que lucharon para que la carrera no cierre. Uno de los episodios que se repiten desde el primer rito de iniciación es la encendida de un fogón, protagonizada por una persona elegida por los alumnos, y a partir de esto la gente comienza a bailar alrededor y a saltar por encima del fuego al ritmo de tambores y bombos. “Todos los años las dramatizaciones cambian, pero se mantiene el rito principal, que es el fuego y el baile, evocando a nuestros antepasados primitivos y poniendo como lema el paso de la razón al mito, invirtiendo la famosa frase”, menciona Bárbara. Como parte del ritual se reparte entre los presentes una bebida alcohólica que recibe el nombre de “bebida de iniciación” y funciona como bautismo a los nuevos integrantes de la Facultad.
Si bien el rito es exclusivo para los alumnos y profesores de Antropología, luego de realizar todos los pasos con los que cuenta la ceremonia se abren las puertas a todas las personas que estén interesadas en participar de la fiesta y que no forman parte de la carrera y se continúa con bailes y dramatizaciones. Generalmente el evento se lleva a cabo los días previos a los feriados debido a que al otro día no se dictan clases en la facultad y para que la ejecución del rito pueda ser llevada a cabo los organizadores precisan el permiso de las autoridades de la Facultad de Humanidades y Artes. Una vez finalizada la fiesta, los alumnos se encargan de ordenar y limpiar todos los espacios utilizados para los festejos. Bárbara remarca que “los alumnos tienen hasta las cuatro de la mañana para celebrar el rito, una vez finalizado, deben limpiar y dejar todo como estaba para que no existan inconvenientes y la ceremonia pueda seguir organizándose todos los años”.
El ritual, más allá de los festejos y las bromas, llama a la memoria y homenajea el sacrificio que hicieron los estudiantes de Antropología durante la última Dictadura Militar.
En 1984, con la vuelta de la democracia, se reabre la inscripción, se reprograma el plan de estudio y los alumnos que habían permanecido cursando les hacen una fiesta de bienvenida a los ingresantes de Antropología, celebrando la reapertura de las inscripciones. “Había estudiantes que atrasaban el cursado, se quedaban para aguantar porque si se recibían cerraban la carrera, esos mismos estudiantes establecieron como rito los festejos por la reapertura”, comenta Bárbara Molina, estudiante organizadora del rito en dos oportunidades. Las ceremonias continuaron realizándose hasta la actualidad y hoy se la conoce como “Rito de Iniciación”, apuntada siempre a los nuevos estudiantes.
El rito se realiza todos los años, organizado por los alumnos de segundo año, encargados de agasajar a los estudiantes de primero. La fiesta se efectúa en el centro del patio de la Facultad de Humanidades y se preparan diversos rituales y dramatizaciones para mantener viva la memoria de aquellos que lucharon para que la carrera no cierre. Uno de los episodios que se repiten desde el primer rito de iniciación es la encendida de un fogón, protagonizada por una persona elegida por los alumnos, y a partir de esto la gente comienza a bailar alrededor y a saltar por encima del fuego al ritmo de tambores y bombos. “Todos los años las dramatizaciones cambian, pero se mantiene el rito principal, que es el fuego y el baile, evocando a nuestros antepasados primitivos y poniendo como lema el paso de la razón al mito, invirtiendo la famosa frase”, menciona Bárbara. Como parte del ritual se reparte entre los presentes una bebida alcohólica que recibe el nombre de “bebida de iniciación” y funciona como bautismo a los nuevos integrantes de la Facultad.
Si bien el rito es exclusivo para los alumnos y profesores de Antropología, luego de realizar todos los pasos con los que cuenta la ceremonia se abren las puertas a todas las personas que estén interesadas en participar de la fiesta y que no forman parte de la carrera y se continúa con bailes y dramatizaciones. Generalmente el evento se lleva a cabo los días previos a los feriados debido a que al otro día no se dictan clases en la facultad y para que la ejecución del rito pueda ser llevada a cabo los organizadores precisan el permiso de las autoridades de la Facultad de Humanidades y Artes. Una vez finalizada la fiesta, los alumnos se encargan de ordenar y limpiar todos los espacios utilizados para los festejos. Bárbara remarca que “los alumnos tienen hasta las cuatro de la mañana para celebrar el rito, una vez finalizado, deben limpiar y dejar todo como estaba para que no existan inconvenientes y la ceremonia pueda seguir organizándose todos los años”.
El ritual, más allá de los festejos y las bromas, llama a la memoria y homenajea el sacrificio que hicieron los estudiantes de Antropología durante la última Dictadura Militar.