El romanticismo a través del tiempo
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“Para decir un solo poema / uno solo / hay que estar loco de belleza", escribía Felipe Aldana, poeta nacido en lo años 20 en Máximo Paz (Santa Fe), pero que residió la mayor parte de su vida en Rosario. Obra y vida parecen imbuidas, empujadas por el espíritu romántico.
Desde pequeño Aldana sufrió de queratocono, una inusual afección de la visión, en la cual la forma redondeada de la córnea se constituye de manera cónica. Para quien padece de queratocono, las imágenes se desdibujan, es por eso que Felipe se acercaba los libros y los estudiaba con delicadeza y concentración, como los relojeros examinan cuidadosamente el mecanismo del tiempo.
A fines de los años 30 y ante las negativas locales de solución, un oftalmólogo rosarino le recomendó visitar a quien se creía, era el único fabricante de lentes de contacto en la época, autor de unos cristales experimentales para dicha condición. El vapor Neptunia lo llevó a Génova y después de un viaje a la capital de Hungría, seguido de varios días de pruebas, Aldana descubrió una Budapest que resplandecía. En su correspondencia, Rosario era la fantasía de un hogar nuevo, uno que volvería a percibir y conocer.
Años después el poeta escribía: “La poesía está en el espíritu del hombre; no como retoño del mismo, sino como parte integrante de su raíz; no como engranaje, si no como motor de la vida espiritual”. Con el tiempo los lentes comenzaron a fallar, pero las imágenes poéticas de Aldana fluían diáfanas. Y en su correspondencia puede leerse: “Te digo esto para que vayas aprendiendo, cuando se sabe mirar se encuentra el mar en una rústica mesa de madera.”
Felipe Aldana vivió con entrega romántica, esa en donde el lenguaje no espera al pensamiento sino que al contacto con lo imaginado, se vuelve verso y fiebre poética.
A fines de los sesenta y en una pequeña ciudad de Virginia, Estados Unidos, nació otro romántico, Christopher McCandless. A los veintidós años, recién graduado en historia y antropología, tomó una decisión radical: donó todos sus ahorros, abandonó su auto, quemó tarjetas e identificaciones, y se lanzó a viajar “hacia lo salvaje”. Empeñado en sobrevivir con lo mínimo, emprendió un recorrido por su país para arrojarse, luego, a su destino final: la blanca y fría Alaska que, para un viajero sin mapa, es el punto más crudo e inhóspito, de una terrible belleza, la elección propia de un viajero esteta.
Fue un periodista de la revista “Outside”, Jon Krakauer, quien reconstruyó la vida y, en particular, el tránsito final de McCandless en el libro “Hacia rutas salvajes” (Into the wild, 1996) sobre el cual Sean Penn basó la película homónima (2007).
Tanto en el libro de Krakauer como en el filme dirigido por Penn aparece la revelación de algunas de las intimidades sospechadas. Un niño inquieto, testarudo, intelectualmente curioso, con una dolorosa mirada sobre su infancia, marcada por una instituida relación extramatrimonial de su padre, y a un joven que se sintió oprimido por la seguridad y el bienestar materiales (era hijo de una familia acomodada), por padres autoritarios y, finalmente, por ser hijo de una feroz sociedad de consumo. El futuro viajero deja dicho antes de partir, refiriéndose a su infancia y a su vida familiar: “Todo fue una ficción”.
En el siglo XIX, un gran poeta inglés exploró una ficción cercana a aquélla. Su nombre era John Keats y legó a la historia una obra que se desprende de su vida, tan bella como conmovedora. Huérfano desde muy joven — los escritos sobre él a través de la historia poco revelan sobre su infancia; es muda—, Keats también vivió una vida desatada, escapándole a lo que sentía que comprometía su independencia. Transitó una época violenta (desde fines del 1700, Inglaterra intervino en guerras que involucraban a buena parte de Europa y que duraron hasta la primera década del 1800; desde entonces hubo motines, disturbios y leyes represivas) y este contexto contribuyó, sin duda, a la formación de un mundo interior tan imaginativo como poderoso, que parecía otorgarle una mirada transformadora.
En sus poemas, la naturaleza se aúna con las imágenes mitológicas hasta volverse palpables, porque allí reside la unicidad de Keats; su percepción poética se da a través de los sentidos. Logró retratar y evocar con palabras nociones como el amor y la muerte, no percibidas separadamente sino respondiendo a una suerte de “gestalt”. Los elementos de su poesía se entrecruzan hasta fundirse, porque para el ideal romántico no hay diferenciación. Lo hermoso hiere.
Es que los románticos, oponiéndose a las metodologías rígidas del neoclasicismo, provocaron una revolución del sentir. Y ése era el gran encanto de Keats: una sensibilidad que embelesaba y que, con su intensidad, desbordaba los límites de la realidad.
Tanto Keats como McCandless, en sus respectivas circunstancias y, como es evidente, con diversos alcances, transitaron siempre los lindes, los bordes, se alejaron de los aspectos terrenales de la vida, en una constante búsqueda de intensidad.
Así lo vemos, por ejemplo, en la correspondencia. Mientras Keats escribe: "Día a día, a medida que mi imaginación se fortalece, siento que no sólo vivo en este mundo sino en otros mil. De acuerdo con mi estado de ánimo, estoy con Aquiles gritando en el combate o con Teócrito en los valles de Sicilia. Me diluyo en el aire con una voluptuosidad tan delicada que me alegra estar solo", McCandless dice en sus diarios: “El núcleo esencial del alma humana es la pasión por la aventura. Si quieres obtener más de la vida, debes renunciar a una existencia segura y monótona. Debes adoptar un estilo de vida donde todo sea provisional y no haya orden, algo que al principio te parecerá enloquecedor. Sin embargo, una vez que te hayas acostumbrado, comprenderás el sentido de una vida semejante y apreciarás su extraordinaria belleza.”
La soledad aparece en ambos como el deseo de evitar lo corriente, lo mundano, de escaparles a los hábitos y luchar contra el orden, representado tanto por las cosas como por las personas. Keats se enamora, y enamorado del amor y de la cárcel que éste supone para él, nunca se entrega. Sin embargo, su breve historia amorosa está cargada del ansia del poeta; así, en la última carta a su enamorada Fanny Brawne, dirá Keats: “Donde quiera que yo esté el invierno próximo, no veo perspectiva alguna de reposo. Supón que esté en Roma (al enfermarse de tuberculosis, los médicos le recomendaron vivir en el clima cálido de Italia), pues allí, como en un espejo mágico, te estaré viendo ir y volver a la ciudad a toda hora”.
El final de McCandless es, como en todo romántico, trágico. Después de haber sobrevivido meses en la soledad de la tundra, con escasos equipos y alimentos, refugiado en el “autobús mágico” —así llamó al colectivo abandonado que, al convertirse McCandless en un personaje de culto, se volvió un destino turístico—, cuando la primavera ya había llegado a Alaska, floreció a su lado el acónito. Sobre esta misma flor Keats escribió en su “Oda a la melancolía”: “No, no vayas al Leteo, ni exprimas / las fuertes raíces del acónito”, es decir, no bebas el olvido, no tomes con tus manos el veneno. A los que le siguen: “Pues la sombra a la sombra regresa somnolienta / y anegará del alma su angustioso desvelo”, Cortázar hablará sobre estos versos en su ensayo sobre el poeta romántico: “No vayas al Leteo, la angustia desvelada está aquí, en tu hora más dulce. Es la melancolía el precio de ser hombre”. McCandless, también envuelto por la belleza dominante del fin, lo entiende y escribe su mensaje final: “He tenido una vida feliz”.
Mirador Provincial 19-01-14
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